Quiero cerrar tanto tiempo los ojos que pueda volver a sentir exactamente cómo olía ese libro de 365 cuentos. Lo compré con mi papá en una inauguración de tienda que ocurrió cuando tenía 5 años y llevaba unas semanas que había aprendido a leer. Olía a nuevo, a goma de pegar, a papel blanqueado y pintura; era azul noche la portada y en el centro tenía una media luna de perfil sonriendo con su gorrito de dormir. Una luna amarilla como tantas y el libro era gordo y grande, de tapas acolchadas. Azul como enciclopedia que tanto me gustan. Era mi libro favorito, mío y solo mío, sin compartirlo con nadie lo leí sentada en mi cama por tantos minutos que se hizo de noche y tuve que ponerme mi gorro de dormir. Lo terminé rápido, no entendí todo. Me asombré con tanto color y las historias de niños malos que los castigan con comida envenenada. Tenía historias de pájaros, de juncos creciendo doblados y estanques con flores de loto, los niños tenían mejillas rosadas y siempre iban abrigados con bufandas.
Era un libro como de otro mundo, en un tiempo que yo no sabía de frío, sino sol todo el tiempo. Vivía con mi mamá de rostro jovial y con hermanas que no sabían ni hablar. Lo leí y releí tantas veces, que me aprendí muchas historias de memoria y las redibujé en cuadernos. Mi primer libro de cuentos que tantas veces me hizo feliz. Se fue recortando para las tareas del colegio, para sacar flores y animales que rellenaran las estúpidas tareas del colegio. ¡Como me aburrían las tareas! Ese infierno repetitivo que evitaba leyendo historias de muchos colores, con finales de risa y emoción. No lo he vuelto a ver en años, se perdió como tantas cosas en las mudanzas y fue deshojándose con los años. Creo que logré revivir su olor por un instante, misión cumplida.
Gracias por leer.
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